En la actual sociedad moderna industrial nos duchamos o bañamos principalmente por razones sociales o estéticas, y no por cuestiones de salud. La regla general es: “Si el concepto recibe apoyo socialmente, probablemente también lo harás por higiene”.
Nuestros abuelos o bisabuelos, y tal vez incluso tus padres, se duchaban o bañaban mucho menos a menudo que nosotros. No hace demasiadas décadas de esto, y entonces lo normal era que las familias se bañaran, con la misma agua, una vez a la semana. Las familias eran mucho mayores entonces, de modo que si te tocaba entrar en la bañera en quinto o sexto lugar… ya te puedes imaginar.
Los estándares en el grado de tolerancia al olor corporal propio o ajeno diferían con respecto a los actuales. La irrupción de las tuberías hasta el interior de las casas disparó el ritmo de los baños. También supuso una revolución en el número de coladas de ropa. Por primera vez en la historia humana el grado de limpieza conveniente se fijó en a un baño (o más) por persona/día, y una colada de lavadora automática por familia/día. Las expectativas culturales variaron, especialmente durante el siglo pasado, para demandar una población más limpia – nosotros y los demás.
Aún a día de hoy, las expectativas sobre el baño varían según las naciones y culturas. Muchos factores afectan a este comportamiento: la disponibilidad de agua (los países desérticos sufren restricciones muy a menudo), la disponibilidad de instalaciones adecuadas para el baño (buena parte de la humanidad no tiene acceso a un cuarto de baño propio), la ocupación laboral (trabajos físicos contra trabajos de oficina), el estilo de vida (cuanto más atlético, más duchas), las estaciones del año (más baños al calor del verano que durante el frío invierno), la edad (los adolescentes se duchan con mucha frecuencia, los ancianos lo hacen en menos ocasiones), religiones, otras creencias culturales, etc.